RECORDANDO A:


FENICHEL

Poco conocido fuera del movimiento psicoanalítico, y muy a menudo considerado un simple técnico de la cura, Otto Fenichel fue sin embargo un gran freudiano. A la vez disidente y antiautoritario, hostil a todos los dogmatismos y abierto a la cuestión social, se opuso siempre a la política conservadora de Ernest Jones, y criticó el biologismo reichiano, así como el culturalismo de los neofreudianos. En nombre de la defensa humanista del sujeto, luchó por los principios de un universalismo atemperado, respetuoso de las diferencias culturales. En consecuencia, negándose a olvidar su juventud socialista y su pasado vienés, le costaba asumir los ideales pragmáticos y normalizadores de la sociedad norteamericana, a la que no obstante se vio obligado a adaptarse. Como lo ha subrayado el historiador Russel Jacoby, Otto Fenichel formó parte, con sus amigos y colegas -Annie Reich, Barbara Lantos (1894-1962), Edith Jacobson, Kate Friedlánder, Georg Geró (1901-1981), y algunos más-, de lo que se llama la izquierda freudiana. Nacidos un poco antes o después de principios de siglo, estos hombres y mujeres, lo mismo que Sandor Rado, Helene Deutsch, Ernst Kris, Rudolph Loewenstern, Marie Bonaparte, Melanie Klein y Karen Horney, pertenecían a la segunda generación psicoanalítica mundial. De modo que los había marcado la Revolución de Octubre, el ascenso del nazismo, el exilio y la necesidad de integrarse a una nueva cultura. A veces encontraron en la International Psychoanalytical Association (IPA) una nueva patria freudiana, y fueron los artífices del legitimismo; otras veces, por el contrario, impugnaron el aparato freudiano, llegando a la escisión, el exilio interior, o incluso el cambio de profesión. Nacido en Viena en una familia de la burguesía judía, Fenichel militó activamente durante su adolescencia en el movimiento de la juventud austríaca y en el de la juventud judía, apuntando a hacer converger la revolución política con la liberación sexual, En 1916, a partir de una investigación conjunta con sus compañeros de clase, redactó un artículo sobre esta cuestión, lo que le valió la expulsión del liceo. En 1918 se orientó hacia el psicoanálisis al entrar en contacto con las tesis de Siegfried Bernfeld, y participó en los trabajos de la Wiener Psychoanalytische Vereinigung (WPV). Realizó entonces su primer análisis con Paul Federn, y después otro con Sandor Rado, al instalarse en Berlín en 1922. Sin dejar de ser fiel a la legitimidad freudiana en materia de formación didáctica, muy pronto tomó distancia respecto del formalismo burocrático de la IPA, y organizó un círculo de estudio independiente (denominado Seminario de Niños), en el cual alternaron, hasta 1933, las discusiones políticas y la enseñanza sobre las técnicas psicoanalíticas.

En 1930, Wilhelm Reich y su mujer Annie se unieron al grupo, encontrando a los analistas berlineses más adelantados que los vieneses sobre las cuestiones sociales. Así nació el movimiento de los freudianos políticos, que llegó a su apogeo en 1932, cuando Fenichel fue designado vicepresidente de la Deutsche Psychoanalytische Gesellschaft (DPG). A pesar de varios viajes a Rusia y de las simpatías pregonadas por el socialismo y el marxismo, Fenichel no adhirió al Partido Comunista Alemán, al que juzgaba demasiado sectario. En una primera etapa mantuvo con Reich un diálogo fecundo. Compartía su interpretación de la psicología de masas del fascismo, y su enfoque del análisis de las resistencias. Sin embargo, a partir de 1933, las relaciones entre estos hombres se volvieron difíciles. Intelectual sutil y cultivado, amante de las síntesis y los trabajos ordenados, Fenichel no apreciaba las violencias pulsionales de Reich, ni tampoco su tendencia a sentirse perseguido y su megalomanía dogmática. También desaprobaba su método terapéutico, su manera de fragmentar la "armadura" defensiva del paciente, y su teoría biológica de la sexualidad. A partir del advenimiento del nazismo, este círculo se vio obligado a disolverse, y sus miembros debieron abandonar Alemania. Deseoso de conservar la unidad del grupo, Fenichel inventó entonces un sistema de comunicación clandestino, las Rundbriefe (cartas circulares), que les permitían a todos los miembros de la sociedad secreta mantenerse informados de sus respectivas actividades. Entre 1934 y 1945 se intercambiaron ciento diecinueve Rundbriefe sobre todos los temas posibles. Exiliado en Oslo, Fenichel intentó sin éxito darle una cierta unidad al movimiento psicoanalítico de los países escandinavos. Se vio varias veces con Reich, que también había emigrado, pero terminó por votar su exclusión de la IPA en el Congreso de Lucerna, en 1934. En el plano político, la oposición entre los dos hombres se refería al mejor modo de luchar contra el nazismo para salvar al psicoanálisis y el marxismo: Reich preconizaba el combate a cara descubierta, y Fenichel la lucha clandestina. A pesar de sus divergencias, subsistían entre ellos vínculos de amistad. Durante algún tiempo, en compañía de Edith Jacobson, Fenichel aceptó la política de Ernest Jones orientada a un supuesto "salvamento" del psicoanálisis en Alemania. Pero en 1935, cuando los judíos fueron excluidos de la DPG, lamentó haber adoptado esa posición, y dio un giro de ciento ochenta grados, mostrándose, como dice Jacoby, "escandalizado por la estupidez del establishment psicoanalítico, incapaz de comprender la realidad del nazismo".

En este punto, Reich fue más lúcido al preconizar la disolución pura y simple de la DPG en 1933, y la lucha a muerte contra los nazis. De paso por Viena en 1936, Fenichel fue bien recibido por los freudianos, ante los cuales pronunció una serie de conferencias sobre la técnica psicoanalítica. Evidentemente, rechazaba las tesis kleinianas y prefería las posiciones annafreudianas. No obstante, con respecto a los mecanismos de defensa no adoptó el mismo punto de vista que Anna Freud. Creó entonces la expresión "defensa de defensa", para designar el modo en que un sujeto se defiende dialécticamente de una defensa que en realidad sería una pulsión. De nuevo exiliado, Fenichel residió durante algún tiempo en Praga, donde convirtió al pequeño grupo psicoanalítico checoslovaco en una rama de la IPA. Después, por invitación de su amigo Ernst Simmel, partió a los Estados Unidos y se instaló en Los Angeles, luego de haber pasado por Chicago y Topeka (Kansas), donde dio numerosas conferencias y se volvió a encontrar con la diáfora freudiana de la Europa central que, lo mismo que él, había huido del nazismo. Sobre todo volvió a ver a Bernfeld, instalado también él en la Costa Oeste, en San Francisco. En el continente americano, Fenichel debió enfrentar una situación delicada para él y sus allegados. Partidario del análisis profano en un país donde la profesión se había medicalizado por completo, se vio obligado a obtener de nuevo su diploma de médico, no reconocido del otro lado del Atlántico-, por lo tanto, a los 47 años, tuvo que cumplir con el año obligatorio de internado y guardias nocturnas. Además, debió renunciar oficialmente a manifestar sus opiniones marxistas. En desacuerdo con las transformaciones que le infligían al freudismo clásico los partidarios de la escuela de Chicago o los neofreudianos, apareció como un "ortodoxo" de la vieja escuela vienesa y alemana, incapaz de reconvertirse. Agotado por el espectáculo de la eliminacion progresiva de los no-médicos en el seno de la Los Angeles Psychoanalytic Society (LAPS), fundada en 1946, y por la degradación del psicoanálisis, convertido en método psiquiátrico, murió prematuramente, a los 48 años, un año antes que su amigo Simmel. Sus obras se convirtieron después en una verdadera biblia para los técnicos norteamericanos de la cura freudiana. Recordando a estos dos hombres, Max Horkheimer (1895-1973) les rindió el siguiente homenaje: "Estos pensadores se oponían a la mentalidad de empleado que intenta transformarlo todo en una «función» al servicio de la máquina.

Resistieron entonces a la traición al psicoanálisis en su propio terreno, por técnicos apresurados".



EDUARDO HARO TECGLEN: UNA CONCLUSIÓN INCONCLUYENTE 

María Toledano
Rebelión

Como el muñeco que de niños enterramos
esperando que algún día floreciera y diera frutos
hemos vivido: los ojos llenos de tierra.
MC, Infancia (1965)

La última vez, no hace mucho, comimos un castizo cocido acompañado de varios camparis con ginebra. “Trompitos” o “piris” llamaba -en vieja jerga madrileña- a los garbanzos. Corría el caluroso mes de julio y, sentados frente a frente, tribunal civil de memoria y resentimiento, parecíamos una pareja de la tercera edad, de esas que pasean por las costas al amparo del INSERSO, el bienestar social de los genéricos y quince dientes en el vaso. No llevábamos zapatillas deportivas ni prendas de plástico aparente: menos mal. Acarreábamos papeles y libros que intercambiamos con pulcra educación y distancia. EHT seguía estando bastante “guapete”. Alto, estirado y aparente: un seductor de distancias cortas, ironía de hombre huidizo y maneras de dandy antiguo, republicano. La conversación fue pesimista y recurrente, triste. No hemos levantado cabeza desde el Ebro, convinimos. Al hilo de la derrota eterna y del golpe de Casado, recordando a los gigantes senegaleses que recibían con altanería de frontera a los españoles del exilio, los curas con pistola y tanto falangista valeroso (una manera de ser) aparecieron, a la hora del café, el comandantín y su séquito de ministros con motorista. Viva España. Arriba España. EHT andaba escribiendo otro volumen de memorias y tenía en la recámara, reposando, un emotivo y personal libro sobre Franco. Sobre la transición y sus amorfas consecuencias estábamos de acuerdo: un carnaval de olvidos, apaños y chaquetas volanderas. Creo que, en muchas cuestiones, me daba la razón por no discutir. Adiós, Madrid, que te quedas sin gente.
Nos conocimos en las afueras de París -él vivía en una buena calle del centro- cuando ambos creíamos en la revolución. Una revolución que luego acabó (palabras de EHT) en “imaginaria”. Eran otros tiempos, décadas en las que tan sólo éramos más jóvenes (muchos cambiaron de piel con la edad y los beneficios) y EE.UU tenía un contrapoder en la Unión Soviética. Leíamos a Althusser, Sartre, Marcuse y Fanon. Haro andaba, como escapado de sí, de corresponsal de Informaciones enviando crónicas sobre todo lo importante y “europeo” con esa visión demoledora (y algo desencantada) que, con el correr de las desgracias y renuncias, alcanzó su máximo esplendor literario -carnívoro cuchillo- en el tono crepuscular de su artículo diario. Después nos hemos encontrado algunas veces más, en actos varios y contubernios menores. Ambos disfrutábamos de la Republique, su historia y desarrollo político: afrancesados, malditos, la antiespaña. Salto en el tiempo y le recuerdo en la fiesta que le organizó el neorégimen PSOE-PRISA (con matices y diferencias, el suyo) al cumplir 80 años. Entré, le vi sentado y salí. En la sala había una alta densidad de buenos salarios. Era su pan, le daban de comer. EHT, que a veces se excedía en el elogio de su tribu, también sabía sonreír a sus jefes -quiero pensar que no sin cierta ironía y distancia, aunque eso nunca sabe a ciencia cierta-, a sus sofisticados señoritos del colegio del Pilar. Paquito Umbral, sarcasmo o respeto, llamaba a su jefe “el señorito”. Sonreír, por obligación y subsistencia, lo hemos hecho todos -a la fuerza ahorcan- en distintos momentos de la vida laboral, de la vida. Nosotras, además, seguimos sonriendo al compañero, al marido, a los hijos, a Dios bendito: la tradición de esclavas o siervas de la que tanto escribió la poderosa Angela Davis (Mujeres, raza y clase, Akal. Cuestiones de Antagonismo, 2004). Lo dicho: cada uno lleva su cruz como mejor sabe, puede o le dejan. EHT trabajaba todos los días para los que contribuyeron a destrozar la izquierda en España (imagino que lo sabía). De ellos y sus maneras de mesa recibía su estipendio. Cada cual tiene sus servidumbres humanas. El padre de EHT arrastró una condena a muerte al terminar la guerra. Como tantos. Comiendo cocido, 81 y 77 años, la mesa cubierta con manteles de cariño y sospechas, caluroso julio pasado. Todo en exceso. Desde nuestra edad al tocino y la ginebra. Leo que ha donado su cuerpo a la ciencia. EHT tenia algo de ilustrado, de francmasón. (Sigo creyendo -ya no tengo señoritos- que la revolución es posible y que la recuperación del discurso de la revolución es imprescindible.)

Al final de su vida se inventó un niño republicano y se decía “rojo” por despreciar a los franquistas pasados y presentes, aleccionar a los jóvenes en el uso de términos caducos y situarse extramuros de los partidos aunque, en realidad -quiero pensar- era un filocomunista, un frentepopulista de la Segunda disfrazado de sefardita. Agudo y mordaz. Yo no soy comunista; pero cuando oigo denunciar al comunismo, pienso: “He aquí un fascista”, escribió en el diario independiente de la mañana el 17 septiembre de 2003. Cuando el PCE le llamaba acudía. Estuvo en el homenaje a Bardem y en tantos otros sitios rodeado de comunistas. Se le veía bien, cómodo. En libros recientes se habla de su contribución, compañero de viaje (compagnon de route), en la lucha antifranquista. Nos saludábamos también por la calle. A cierta edad se pasea mucho por prescripción facultativa (sic) y agotamos las horas zascandileando por ahí. En ocasiones conversábamos sobre periodistas muertos, genealogía familiar del régimen y asuntos de actualidad. En una de las fotografías que publicó El País con motivo de su muerte aparece sentado en su casa, rodeado de libros, junto a un perro. Ninguna imagen es inocente en la sociedad del espectáculo. EHT tenía algo de aspirante a burgués madrileño. Será por el perro.
El pelo blanco, gris, cuidado, y las manos grandes, habladoras. EHT escribió libros sentimentales -nostalgia de una asesinada república y de una juventud robada- llenos de anécdotas y verdades (quizá los reediten) y otros menores, por dinero. Su fuerza, sin embargo, estaba en el artículo seco, fogonazo furtivo, en la capacidad de síntesis, en la manera cruda de contar (al menos en su última etapa) la evolución desenfrenada del capitalismo imperial. Dicen, es posible, que muchos de sus lectores empezaban el periódico por su artículo. En el Teatro Español, improvisado entierro laico sin cadáver organizado por “los suyos”, estuvo la izquierda exquisita (pocos comunistas) y Cebrián, hijo de Cebrián, como representante del capital financiero. Los nacional-católicos españoles (ABC, COPE, La Razón, etc.) le despreciaban e insultaban, exhumando sus primeros artículos de finales de los cuarenta. Es lo malo del papel: siempre queda. Adiós, Madrid, que te quedas sin gente. Salud y República, Eduardo Haro Tecglen. Salud y República imaginaria.



ROQUE DALTON

1

¿Qué es lo que me propongo hacer, trabajando en la poesía? En general, expresar mi vida, es decir, la vida de la que soy testigo y coautor. Mi tiempo, sus hombres, el medio que compartimos, con todas sus interdependencias. Camino para tal intento, desde el hecho aparentemente simple de ser salvadoreño, o sea, parte de un pueblo latinoamericano que busca su felicidad luchando contra el imperialismo y la oligarquía criolla y que, por razones históricas bien concretas, tiene una tradición cultural sumamente pobre. Tan pobre, que solamente en una debilísima medida la ha podido incorporar a esa lucha que reclama todas las armas.

Estos hechos básicos hacen consecuente todo tipo de preocupación por dotar mi obra de un contenido nacional, o sea, expresivo del pueblo de El Salvador. Pero al hablar de «pueblo salvadoreño», hablo de los obreros y de los campesinos, de la clase media y, en general, de todos los sectores sociales sometidos a la opresión oligárquico-imperialista cuyos fundamentales intereses comunitarios coinciden con el gran interés de construir una nación libre, soberana y llena de los mejores estímulos para el progreso del hombre. Por ello, persigo asimismo una creación de tendencia democrática.

Lo anterior es un esquema general de mis intenciones poéticas, en el cual he determinado las necesidades que para desarrollar mi obra he debido plantear y tratar de satisfacer ante el panorama histórico que nos muestra mi pueblo, es decir, el medio humano que me dota de raíces, de asideros reales en el espacio y en el tiempo. Cabría ahora intentar un enjuiciamiento, breve y general, acerca de las condiciones personales con que participo en el intento creativo. No por afán de lesionar a la modestia, sino para darle un respaldo lógico a los planteamientos que deberé hacer más adelante.



2

Mi actitud ante el contenido ideológico y la trascendencia social de la obra poética está determinada fundamentalmente -según lo entiendo- por dos hechos extremos: el de mi larga y profunda formación burguesa y el de la militancia comunista que mantengo desde hace algunos años.

La práctica en las filas del Partido ha organizado mi preocupación de siempre por los problemas de la gente que me rodea, del pueblo, en último grado, y ha ubicado con exactitud ante mi atención las responsabilidades fundamentales a las cuales deberse, así como la forma concreta de realizar esos deberes a lo largo de toda la vida. Pero los largos años en el colegio jesuita, el desarrollo de mi primera juventud en el seno de la chata burguesía salvadoreña, el apegamiento a formas de vida irresponsables, alejadas con santo horror del sacrificio o de los problemas esenciales de la época, han dejado en mí sus marcas, las cicatrices que aún ahora duelen.

Este último hecho ha llegado a ser consciente en mí, es decir, para los fines autocríticos generales que todos perseguimos ahora, cuando el pueblo reclama limpios y claros a sus hijos. Ahora bien, lo que no puedo hacer a su respecto es borrar los efectos actuales de un plumazo. De manera que -y por lo menos para el análisis de mis posibilidades literarias- es mejor aceptarlo como una realidad vigente. De un análisis serio de mi propia obra poética -que es la que considero más representativa, la que más me expresa- puedo decir que aún priva sobre el punto de vista del comunista que ahora soy, la actitud del burgués que antes fui; sobre las intenciones del comunista, los resultados de raíz burguesa. En uso de las consideraciones hechas más arriba y persiguiendo la funcionalidad que la obra de arte debe tener en el medio concreto de El Salvador (y Centroamérica, en general) creo hacer bien al preguntar: ¿Es que este punto de vista, burgués, ha agotado ante nosotros todas sus potencias? Yo en lo personal creo que no y que además es positivo aprovechar de él todas las posibilidades creadoras, tendiendo no sólo a dejar atrás sus aspectos negativos fundamentales, sino a usarlo de instrumento para crear las condiciones ideales de surgimiento del nuevo arte popular que vendrá, pese a quien le pesare, y que será reflejo de la nueva vida que sabremos conquistar los salvadoreños. No se han agotado las posibilidades de la cultura y el arte burgueses (que por otra parte la oligarquía y el imperialismo han impuesto al creador y receptor salvadoreños en una forma groseramente carente de matices) y por ello es positivo que los escritores revolucionarios iniciemos el camino del futuro arte, de la futura literatura revolucionaria salvadoreña desde las entrañas mismas de la cultura burguesa, acelerando al mismo tiempo su propio hundimiento y descomposición al confrontarla con sus insuperables contradicciones internas, al ponerla frente a sí misma y frente a las fuentes de su nacimiento, llevándola, en fin, conscientemente y con santa malicia popular, al callejón sin salida donde de todas maneras llegaría, si dejamos que siga desarrollándose apaciblemente en manos de sus creadores lógicos, los creadores burgueses, los creadores-ideólogos de la burguesía.



3

Ampliando más la consideración y yendo por lo tanto más allá de lo que toca a mi propia obra individual, cabría hacer las siguientes preguntas: ¿En qué medida ha sido expresada la nación en la literatura que se ha hecho hasta ahora en El Salvador? La historia de la literatura salvadoreña, ¿es capaz de darnos una visión de conjunto de nuestro desarrollo social, de la lucha de clases que ha impulsado ese desarrollo? Parece ser que no. Pero si lo más importante de esa literatura se ha producido en los últimos cincuenta o sesenta años, es decir, el lapso en que nuestro país ha llegado a ser un yermo semifeudal y dominado por el imperialismo norteamericano, con una gran masa campesina desposeída por un lado, una voraz oligarquía terrateniente por el otro y en el medio una incipiente y débil clase obrera, una pequeña burguesía enajenada y un germen de burguesía nacional sin expectativas de desarrollo, ¿podemos seguir en nuestra literatura la pista de las expresiones de algunas o cada una de esas clases y definirlas como auténticas con respecto a ellas? ¿O es debido a las deformaciones económicas, políticas y sociales -y por lo tanto culturales- que en nuestro desarrollo implica la dominación imperialista, deformación que impide el ascenso clásico de las diversas clases sociales a una toma de conciencia particular sobre sí mismas, hay que plantear todos los problemas de la superestructura artística como respondiendo a una sola, básica y general contradicción, o sea, la existente entre el pueblo, la nación por un lado, y el imperialismo y sus intermediarios por el otro? Porque de ser así, todas las preguntas anteriores podrían irse contestando sobre la base de dividir nuestra literatura en dos partes; la que en general responde, o no se opone, a los intereses del «monstruo bifronte» dominante y la que, también en general, ha pretendido ser la expresión del pueblo, de su vida, sus problemas, sus luchas y sus esperanzas. Pero sospecho que la cuestión no es tan simple.



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De esas dos consideraciones: las necesidades de la literatura salvadoreña y mis propias condiciones personales ante el trabajo creativo, surgió en mí el afán de ordenar la labor cultural en pos de los siguientes objetivos generales que, por supuesto, estoy muy lejos de cumplir aún: 1) Luchar porque la obra de los escritores y artistas salvadoreños de mi generación se nutra de la realidad nacional con el fin de transformarla revolucionariamente. 2) Dilucidar en una forma definitiva el problema de la tradición cultural salvadoreña para incorporarla a nuestras obras con un nuevo sentido del desarrollo cultural. Es decir, entre otras cosas, fijar sus constantes principales, sus alcances en el plano universal, lo vivo y lo muerto, lo útil y lo inútil, para ir dando a la dispersa cultura salvadoreña la característica principal de cualquier cultura: la unidad orgánica, la interconexión, base de la existencia particularizada e integral. Y, en consecuencia con el primer objetivo general, 3) Propugnar el conocimiento científico de nuestra realidad (aplicando el método marxista-leninista) y respaldar la labor creadora con una actividad militante dentro de las filas de la Revolución, gran objetivo de toda literatura o arte modernos a la altura del hombre.



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Habiendo dicho, pues, algunas cosas definitivas, es menester comenzar a hacer algunas particularizaciones y separaciones. He dicho que soy un poeta que en lo referente a la militancia política, actúo dentro de las filas del Partido Comunista. Pero este hecho indica solamente que existe en mí una preocupación social, al tiempo que evidencia el contacto directo con la organización que en forma más satisfactoria interpreta los fenómenos sociales. De todo ello me nace una responsabilidad ante la lucha de los hombres. Mas esta responsabilidad la cumplo principalmente en el trabajo específico del Partido, en las acciones concretas de la Revolución. Mi poesía, además de salvar esa responsabilidad con sus medios particulares, persigue otros fines, se convierte en otra cosa diferente a un mero instrumento ético, desde que la fuerza de la imaginación, entre otras cosas, interviene. La imaginación, por ejemplo, hace que la realidad se vea enriquecida y en esas circunstancias su expresión debe ser en alguna medida más valiosa para los hombres, a que no solamente les otorga un conocimiento primario de lo real -que podría bastar para su lucha por la libertad- sino que los pone en contacto con los aspectos verdaderamente trascendentes, podríamos decir, eternos, de esa realidad. Aquí cabría apuntar además la función de «hacer mejor al hombre y la naturaleza» que tiene el arte y la literatura. No hay que olvidar por otra parte que inclusive para perseguir el fin político (logro de la toma de conciencia sobre sí mismo y sus necesidades por parte del pueblo) la poesía o el arte debe hacerlo con sus medios particulares, es decir, artísticos, más eficaces en cuanto artísticamente capten mejor la realidad que se necesita expresar.



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Por eso vengo diciendo desde hace algún tiempo que el gran poeta de hoy debe tener para construir su obra dos puntos de partida necesarios: el profundo conocimiento de la vida y su propia libertad imaginativa. Así, deberá haber vivido intensamente, en el centro de lo humano y la naturaleza, haber descendido a las terribles concavidades del fuego interno y ascendido a los esplendorosos dramas populares, haber sido testigos de la desnudez de los insectos y de las catástrofes de la orografía. Sobre esta experiencia adquirida a través de los años, en duro y maravilloso trajinar cotidiano, la imaginación, con sus instrumentos expresivos (estilos, géneros artísticos), podrá trabajar para construir la gran obra de arte, si su dueño tiene una clara concepción de la libertad creadora y de sus responsabilidades ante la belleza. En ese camino hay muchos medios materiales que ayudan: la incorporación (asimilación crítica) de la tradición cultural de la humanidad a la obra del creador moderno, el trato adecuado de los mitos, la utilización del símbolo con sentido apropiado a cada época.



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El poeta debe ser fundamentalmente fiel con la poesía, con la belleza. Dentro del caudal de lo bello debe sumergir el contenido que su actitud ante la vida y los hombres le imponga como gran responsabilidad de convivencia. Y aquí no caben los subterfugios ni la inversión de los términos. El poeta es tal porque hace poesía, es decir, porque crea una obra bella. Mientras haga otra cosa será todo lo que se quiera, menos un poeta. Lo cual, por supuesto, no implica con respecto al poeta una privilegiada situación entre los hombres, sino tan sólo una exacta ubicación entre los mismos y una rigurosa limitación de su actividad, que también sería eficaz en el caso de particularizar la calidad de los médicos, los carpinteros, los soldados o los criminales.



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¿También el poeta es comunista? -me preguntan por ahí. Para contestar, yo comenzaría por repetir lo ya dicho: el gran deber del poeta -comunista o no- se refiere a la esencia misma de la poesía, a la belleza. Esto supuesto -como suelen decir los profesores de álgebra- su propia responsabilidad, o si se prefiere, su grado de conciencia revolucionaria ante las necesidades concretas del tiempo en que ejerce su creación le indicarán las tendencias temáticas -por ejemplo- que sería correcto preferir. Y ya que hablamos de la temática, he de agregar que en este terreno tengo un viejo postulado, al que considero lleno de honestidad: todo lo que cabe en la vida cabe en la poesía. El poeta -y por lo tanto el poeta comunista- deberá expresar toda la vida: la lucha del proletariado, la belleza de las catedrales que nos dejó la Colonia española, la maravilla del acto sexual, los cuentos temblorosos que llenaron nuestra niñez, las profecías sobre el futuro feraz que nos anuncian los grandes símbolos del día.



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Ahora bien, ¿de qué belleza hablamos, a qué nos referimos al enunciar «lo bello»? Advertimos claramente el peligro de trabajar con términos que ha tratado de reivindicar para sí el idealismo. Desde Platón hasta los modernos suspirantes que se aferran a eso que nunca dejó de ser una idiotez, la concepción del «arte por el arte», algunas palabras han sido manipuladas con tal sentido desconcertante, que ahora es bien difícil para un revolucionario utilizarlas sin hacerse sospechoso de posiciones que marcan el otro polo filosófico. Como se hace evidente en nuestras expresiones de más arriba, al hablar de la belleza y de lo bello, no hemos abandonado un solo instante los territorios de la forma. Ahora bien, la forma y el contenido componen la unidad inseparable que configuran la obra de arte. Por ello en ese sentido es que decimos que la belleza es cuestión de la esencia misma de la poesía. Además, consideramos el concepto de la belleza y de lo bello como realidades culturales, dotadas de ámbito histórico y de raíz social.



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-¿Y las formas «feístas» de la poesía, del Arte?- me preguntan de nuevo. Este no es un argumento válido contra la esencialidad bella de la poesía. En las llamadas formas «feístas» sucede o bien que la belleza está más oculta de lo que se acostumbra (por los medios no tradicionales con que se transmite) o bien que surge por contraste.



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La labor creadora del poeta comunista, creo que es evidente, tiene varios niveles. Según las necesidades cotidianas de la lucha, el poeta sumergido en el partido de los trabajadores y de los campesinos tendrá que elaborar ágiles consignas de agitación, coplas satíricas, poemas que inciten a elevar la rebeldía contra la opresión antipopular. ¿Hasta dónde el resultado de esta labor es poesía? Hay casos extraordinarios, pero en general el resultado suele ser desde el punto de la forma sumamente pobre, aunque en el terreno histórico- político puede llegar a ser, según las circunstancias, de inmenso valor.



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El Partido debe formar al poeta como buen militante comunista, como un cuadro valioso para la acción revolucionaria popular. El poeta, el creador artístico, debe contribuir en el más alto grado a la formación cultural de todos los miembros del Partido. El Partido, en concreto, debe ayudarle al poeta a realizarse como un agitador eficaz, un soldado de buena puntería, un cuadro idóneo, en una palabra. El poeta debe hacer que todos los camaradas conozcan a Nazim Hikmet o a Pablo Neruda y tengan un claro concepto del papel del trabajo cultural dentro de la actividad general revolucionaria. E inclusive debe hacer que el Secretario de Organización del Comité Central, por ejemplo, ame a San Juan de la Cruz, a Henri Michaux o a Saint-John Perse.



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Hay que desterrar esa concepción falsa, mecánica y dañina según la cual el poeta comprometido con su pueblo y con su tiempo es un individuo iracundo o excesivamente dolido que se pasa la vida diciendo, sin más ni más, que la burguesía es asquerosa, que lo más bello del mundo es una asamblea sindical y que el socialismo es un jardín de rosas bajo un sol especialmente tierno. La vida no es tan simple y la sensibilidad que necesita un marxista para ser verdaderamente tal, lo debe captar perfectamente. Es deber del poeta luchar contra el esquematismo mecanicista. Este método impide el desarrollo de la poesía -que como la conquista del Cosmos debe conservar siempre fresca su sed aventurera- y lesiona el posible contenido conceptual positivo.



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Alguien definió al poeta como una persona que no vive normalmente si se le impide escribir. La construcción de ese concepto es similar a la de un sentimiento que desde hace ya mucho tiempo siento arraigado en mí: el de la imposibilidad de ejercer la labor creadora fuera de las filas de la revolución. Si la revolución, o sea, la lucha de mi pueblo, mi partido, mi teoría revolucionaria, son los pilares fundamentales en que quiero basar mi vida y si considero la vida en toda su intensidad como el gran origen y el gran contenido de la poesía, ¿qué sentido tiene pensar en la creación cuando se abandonan los deberes de hombre y de militante? Indudablemente que ningún sentido. Y esto, cabe ser aclarado aquí, tampoco tiene nada que ver con la «forma expresiva» (y se perdonará la redundancia) con que la poesía misma debe responder ante los deberes civiles, por así decirlo.

Este sentimiento al que me refiero tiene respaldo firme en verdades objetivas. Ilustraré este punto con una líneas de Roger Garaudy, escritas para hacer un recuento de las conclusiones a que llegó la «Primera Semana del Pensamiento Marxista» celebrada en París el año pasado, que señalan sintética y nítidamente los elementos fundamentales que la posición revolucionaria incorpora a nuestra vida: «El marxismo-leninismo -dice el sabio profesor francés- nos permite pensar y vivir las tres fuerzas más grandes que hoy accionan en el mundo, en el trabajo maravilloso del alumbramiento: el humanismo más completo, la concepción que más exalta al hombre, con sus horizontes sin fin; el método científico más seguro, el que se desprende del materialismo dialéctico; la fuerza más grande para poner en acción esta ciencia y este humanismo: el proletariado revolucionario.» Amor a la humanidad, el mejor método para llegar a la verdad y una fuerza que asegura la realización de la esperanza: ¿se puede concebir otra base mejor para la poesía?



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El revolucionario es, entre otras cosas, el hombre más útil de su época. Porque vive para realizar fines que significan los más altos intereses de la humanidad. Ello es válido para el poeta revolucionario, en cuanto revolucionario y en cuanto poeta, puesto que desde que publica su primera palabra está dirigiéndose a todos los hombres, en defensa de los más altos anhelos de los mismos. Por lo tanto es una tontería discutir tan siquiera con quienes afirman que la función social y la actitud humanística en la poesía son elementos al menos extrapoéticos. Tontería, principalmente, porque tal discusión implica de por sí un renunciamiento a priori a la universalidad de la poesía.



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Es hermoso considerar al poeta como un profeta. En sí tal consideración es un acto poético en que el creador de los poemas se nos aparece oteando desde los altos montes el porvenir de la humanidad y señalando los grandes caminos. Yo prefiero sin embargo ubicar al poeta más como escudriñador de su propio tiempo que el futuro, porque, quiérase o no, al insistir demasiado en lo que vendrá perdemos en algún nivel las perspectivas inmediatas y corremos el riesgo de no ser entendidos por todos los hombres que se encuentran sumergidos en lo cotidiano. El mismo problema de la Revolución merece ser enfocado -dentro del quehacer poético- desde ese punto de vista. Para el caso y por ejemplo ¿debemos los poetas revolucionarios latinoamericanos centrar nuestra labor en el anunciamiento de la sociedad socialista antes de elevar a la categoría del material poético las contradicciones, desastres, taras, costumbres y luchas de nuestra sociedad actual? Yo, sinceramente, creo que no. Considero que el lector promedio del mundo capitalista, para convencerse de la necesidad de la Revolución, deberá entre otras cosas conocer la estructura de los bajos esquemas mentales de la burguesía, la sordidez de los hechos individuales en su submundo capitalista, el choque entre los nobles sentimientos humanísticos y la chatura del ambiente surgido de la explotación. Además, entiendo que al lector debe dársele la oportunidad de conocer nuevos puntos de vista sobre la vida, acontecimientos y personajes, por ejemplo, de la vida nacional, sobre la cual se le ha impuesto una versión expurgada por parte de las clases dominantes que la literatura, por sus medios específicos, tendría muy poca dificultada en combatir. Sólo después de una labor tal, que implica -no lo ignoro- una gran parte de acción destructiva, es posible comenzar a edificar, sin rémoras mayores, el anunciamiento del futuro. Y hay que advertir un punto de vista esencial; a esta tesis le otorgo validez en la etapa insurrecional y en la etapa de triunfo de cualquiera revolución latinoamericana. E incluso cuando esa revolución haya tomado ya el camino de la construcción del socialismo. Aunque en este último caso, evidentemente, seguiría teniendo tan sólo una vigencia parcial.



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Honor del poeta revolucionario: convencer a su generación de la necesidad de ser revolucionario hoy, en la época dura, la única que da posibilidades de ser sujeto de epopeya. Ser revolucionario cuando la revolución ha eliminado a sus enemigos y se ha consolidado en todos los sentidos puede ser, sin lugar a dudas, más o menos glorioso y heroico. Pero serlo cuando la calidad de revolucionario se suele premiar con la muerte es lo verdaderamente digno de la poesía. El poeta toma entonces la poesía de su generación y la entrega a la historia.





 JEAN-PAUL SARTRE


Francisco Fernández Buey


Rebelión



En 1946, casi al mismo tiempo en que Horkheimer y Adorno daban a la luz la Dialéctica de la ilustración, Jean-Paul Sartre (1905-1980) publicaba una obrita polémica que iba a ser considerada como el manifiesto de otra de las principales corrientes de la filosofía moral del siglo XX. Su título es ya una afirmación: L´existencialisme est un humanisme. Para entonces Sartre había cumplido los 40 años y era uno de los escritores más conocidos de Francia. Había publicado ya varias de sus obras más leídas y traducidas: literarias (La náusea, 1938; El muro, 1939; Las moscas, 1943; A puerta cerrada, 1944, la primera parte de Los caminos de la libertad, 1945) y filosóficas (El ser y la nada. Ensayo de ontología fenomenológica, 1943); y además acababa de fundar, con Merleau-Ponty y Simone de Beauvoir entre otros, una revista que, con el tiempo, todo el mundo acabaría identificando con su nombre: Les temps modernes. L´existencialisme est un humanismo fue un acontecimiento cultural en Francia. Pronto lo sería en toda Europa.



Seis años antes, en La náusea, J.P. Sartre había afirmado que los humanistas se equivocaban y hasta se mofaba de un cierto tipo de humanismo tradicional. Pero ahora, en El existencialismo es un humanismo, distinguía. Hay un humanismo –venía a decir– que teoriza sobre el hombre como fin y como valor superior; este es un humanismo cerrado sobre sí mismo, un humanismo que, ya en el siglo XX, ha acabado haciendo el caldo gordo al fascismo. Pero también hay otra manera de entender el humanismo, según la cual el hombre está constantemente fuera de sí mismo y eso es lo que hace existir al ser humano. Es el humanismo existencialista, que viene a postular el vínculo de la transcendencia, como algo constitutivo del hombre, con la subjetividad humana. Este humanismo proclama la paradoja: una transcendencia sin transcendente



Sartre había compartido con otros filósofos contemporáneos de los que, sin duda, había aprendido (Husserl y, sobre todo, Heidegger), varias cosas importantes. Una de esas cosas es la primacía concedida al desvelamiento fenomenológico de las formas de la conciencia individual en el análisis de la subjetividad humana. Otra es el intento de restaurar la filosofía en su sentido más amplio después de la llamada crisis de la metafísica. Se puede decir, para abreviar, que esto representaba la recuperación de la filosofía no sólo como filosofía moral de la acción humana, sino también como ontología, o sea, como reflexión acerca del ser, que, a diferencia de la “filosofía científica” o de intención científica, muy vinculada entonces al positivismo, no desprecia la especulación.



En sus obras anteriores a 1946 Sartre había radicalizado las consecuencias del análisis fenomenológico de la conciencia al afirmar que sólo el hombre existe verdaderamente: mientras que la materia “resiste”, el objeto “consiste” y el animal “subsiste”, el hombre, y sólo el hombre, “existe” propiamente. El hombre existe porque tiene conciencia de ser, es un ser “para sí” (y no un ser “en sí”). Según Sartre, negarse a tomar conciencia de sí mismo y, en particular, de lo que representa la libertad humana, viene a ser sinónimo de “mala fe”. Se puede decir que existencia y libertad son conceptos equivalentes: para el hombre existir es ser libre; ser libre es afirmar conscientemente la libertad de elegir. El hombre nace libre y está siempre ante la responsabilidad de elegir. Sin conciencia de esta libertad el hombre se “cosifica”, se convierte en cosa.



Pero, por otra parte, el hombre vive en sociedad. Y esto le obliga a algo así como a una segunda superación: del “ser para sí” ha de pasar al “ser para otro”.“Yo no puedo definirme si no es en relación con otro”, decía Sartre. Es la existencia del otro lo que me permite definirme a mí mismo en una relación, que, por lo demás, será siempre conflictiva. Tan conflictiva que el propio Sartre había llegado a decir que el infierno son los otros. De ahí que la autenticidad y veracidad del hombre es el estar obligadamente solo. “Soledad”, “derelicción, “angustia”, “desesperación” y “náusea” son estados obligados y habituales de la conciencia del hombre que quiere ser “para sí”, que quiere ser autoconsciente. El hombre era para el existencialismo sartriano una pasión inútil.



Esta filosofía, puesta en boca de sus personajes de ficción y explicitada en El ser y la nada, aunque seguramente recogía un estado de ánimo bastante extendido en los ambientes intelectuales europeos de los años de la segunda guerra mundial, había suscitado múltiples reproches. Los católicos le acusaban de inmoralismo o de amoralismo; los marxistas de individualismo extremo, cuando no de solipsismo; y los positivistas, de jugar con las palabras para hacer pasar por argumentos simples tautologías. El existencialismo es un humanismo pretende ser una réplica a todo eso. Inicialmente fue una conferencia organizada por el Club Maintenant, seguida con mucha expectación y que, según los testigos, Sartre dio de pie, con las manos en los bolsillos y tono convincente. Con aquella conferencia estaba naciendo otra leyenda.



En El existencialismo es un humanismo Jean-Paul Sartre precisaba en defensa de su propia filosofía. La tesis principal compartida por los diversos existencialismos del siglo XX es esta: la existencia precede a la esencia. Tal es la forma que había de tomar la idea de que hay que partir de la subjetividad. Luego el filósofo distingue entre un existencialismo cristiano y un existencialismo ateo, que es el suyo. Este existencialismo ateo arranca de la experiencia nihilista: Dios ha muerto. A pesar de lo cual, aunque Dios no existe, hay al menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto. Ese ser el hombre, la realidad humana. Para Sartre no hay naturaleza humana en abstracto, precisamente porque no hay Dios para concebirla. Sólo hay condición humana.



El hombre es, existe. Y sólo es lo que él se hace. El hombre es un proyecto hacia el futuro; es conciencia de proyección hacia el futuro. El hombre será lo que haya proyectado ser (no lo que quiera ser, porque su proyecto no depende sólo de la voluntad individual); de él depende la responsabilidad total de su existencia. El hombre se elige y, al elegirse, elige todos los hombres. La vida en sociedad es, sobre todo, compromiso. Nuestra responsabilidad en cada caso es tan grande que nuestra elección afecta a toda la humanidad. De ahí brotan la angustia y la desesperación. No es que el hombre se angustie en tal o cual circunstancia, el hombre es angustia. Pues si huye de la responsabilidad ante su elección, encogiéndose de hombros, cae en la mala fe. Todo ocurre como si para el hombre, individualmente considerado, toda la humanidad tuviera los ojos fijos en lo que él hace y se rigiera por lo que él hace.



Pero la angustia existencial no es algo que tenga que conducir a la inacción, al quietismo, a la resignación o a la consolación. La angustia es parte de la acción, es fundamento de la acción comprometida. La derelicción (el estar yecto) y la desesperación del hombre son consecuencias del hecho de que Dios no existe. También para el existencialismo sartriano Dios es una hipótesis inútil. Sólo que, a diferencia de la moral laica ilustrada, que querría suprimir a Dios con el menor coste posible (es decir, como si nada de lo demás, en las normas morales, cambiara si Dios no existe) el existencialismo afirma, en cambio, que, sin Dios, desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible. No hay, pues, valores eternos, absolutos o universales. El reconocimiento de que Dios no existe tiene un precio. Y ese precio se tiene que pagar: no hay consolación posible.



El punto de partida del existencialismo en esto es Dostoievski: “Si Dios no existe todo está permitido”. Ya no hay excusas, no hay determinismo; el hombre es libre, el hombre es libertad. Estamos solos y sin excusas. El hombre está condenado a ser libre, es responsable de todo lo que hace. El hombre es responsable, entre otras cosas, de su pasión. El hombre está condenado a inventar al hombre. El hombre es el porvenir del hombre. No hay, por tanto, moral que valga en general; ninguna moral general puede indicarnos en cada caso concreto, en cada situación, lo que hay que hacer. Hay, pues, que actuar sin esperanza. Lo que no equivale abandonarse al quietismo, puesto que, para el hombre, sólo hay realidad en la acción, en la praxis. El hombre es sólo su proyecto y sólo existe en la medida en que él se realiza. Pero, a pesar de todo –dice Sartre– el existencialismo ateo no se considera pesimista; quiere defender un optimismo duro. Y en ese sentido es una moral de la acción y del compromiso; es una filosofía moral de la dignidad del hombre.



El existencialismo es también un materialismo. Pero es un materialismo otro, distinto. Desde el momento mismo en que no considera al hombre como un objeto material, el reino de lo humano aparece como un conjunto de valores distintos del reino material. Es también otra afirmación de la subjetividad: el hombre descubre en el cogito a los otros; y los descubre como la condición de su existencia. El ser humano se da cuenta de que no puede ser nada, salvo cuando los otros le reconocen como tal. El descubrimiento de mi intimidad me descubre al mismo tiempo al otro como una libertad puesta frente a mí.



La última parte de El existencialismo es un humanismo se presenta precisamente como una respuesta a la objeción de que tal filosofía no tiene ni puede tener una moral y que, por tanto, es inmoralista (o amoralista). Jean-Paul Sartre niega tal cosa. Ya al final de El ser y la nada había anunciado una ética. Y en los años que siguieron a El existencialismo es un humanismo, 1947 y 1948, redactó, efectivamente, un par de cuadernos en los que se proponía tratar de la moral en forma sistemática. Las notas entonces redactadas quedaron sin concluir. Sólo fueron publicadas (en 1983, por Gallimard) después de su muerte, con el título de Cahiers pour une morale. Lo que hay en estos Cuadernos de 1947-1948 es una tentativa de superar la contradicción que parece existir entre la negativa a aceptar una moral universal y la pretensión del carácter universal de la acción individual del hombre que está obligado a la libertad. ¿Cómo enlazar el individualismo radical y aquella afirmación explícita de que, a priori, la vida humana no tiene valor, con la idea de responsabilidad y compromiso existenciales del hombre que es un “para sí” y “para otros”?



La argumentación de J.P. Sartre, en los Cuadernos, es bastante repetitiva. Tal vez por eso no los publicó él mismo. Se puede resumir así: a través del infierno de la relación con el otro descubrimos la intersubjetividad y, con ella, la universalidad de la condición humana. Pero la universalidad del hombre no está dada. No hay naturaleza humana compartida. Y es en ese sentido en el que puede decirse que tampoco hay “humanidad”. Sólo hay “condición” humana. La “condición” es algo que se hace, que se crea, que se inventa en cada caso, que es perpetuamente construida. La condición humana es proyecto; y el proyecto individual es también comprensión del proyecto de cualquier otro hombre. Siempre estamos obligados a elegir; eso implica compromiso, afirmación de determinados valores. Pero elegimos sin referencia a valores preestablecidos. ¿Cómo entonces? ¿Caprichosamente?



J.P. Sartre contesta a esa pregunta por la vía negativa. Luego compara la elección moral individual con la construcción o producción de una obra de arte. Entre la moral y el arte hay, para él, algo en común: ambos son creación e invención. Después de la muerte de Dios no hay ley moral dada. Estamos obligados a inventar en cada caso nuestra propia ley. El hombre se hace escogiendo la propia moral. Sin embargo, esta aproximación de la moral no tiene que interpretarse como una retirada al esteticismo, ni implica que no podamos juzgar las acciones de otro en absoluto, que todo vale, que vale cualquier cosa. Podemos decir que todo hombre se refugia tras la excusa de sus pasiones, que todo hombre se inventa un determinismo justificatorio o consolador de sus acciones. Pero ahí está precisamente la “mala fe”. La única cosa que cuenta, en definitiva, es saber si la invención (moral) se hace en nombre de la libertad.



El existencialismo, según esto, no quiere ser mero nihilismo en el sentido de que esté proponiendo quedarse en la transmutación de todos los valores que han sido característicos de la cultura occidental. El existencialismo, al menos en la versión de Sartre, quiere ser nihilismo positivo, en el sentido de que nosotros, con nuestra acción individual, inventamos los valores. De modo que, aunque el contenido de la moral sea variable, una cierta forma de esta moral puede ser considerada universal. Esta idea sartriana se puede traducir así: también el existencialismo tiene un presupuesto absoluto y universal, en el sentido de ser intersubjetivamente compartido. Ese presupuesto es la libertad. El existencialismo es negación de toda moral establecida, pero al mismo tiempo afirmación de otra filosofía moral: la moral de la ambigüedad.

Que ésta era una preocupación central de los existencialistas ateos lo prueba el hecho de que también Simone de Beauvoir escribió un texto, en 1947, que lleva por título Pour une morale de l´ambiguité, en el que trata de solventar la paradoja que supone la proclamación de un imperativo moral de la conciencia que, sin embargo, no puede obligar a todos. Simone de Beauvoir empieza rechazando las doctrinas morales clásicas, de base religiosa o laica, que, en todos los casos, buscan la consolación del hombre. La condición humana es la ambigüedad. Y esto es particularmente patente después de Stalingrado, después de Buchenwald y después de la bomba atómica. El existencialismo es precisamente la filosofía de la ambigüedad del hombre. La historia del hombre es, ciertamente, un fracaso. Pero también ese fracaso es ambiguo, en el sentido de ambivalente.



Una parte importante del capítulo segundo de este ensayo de Simone de Beauvoir está dedicada a explicar los puntos de contacto y las diferencias entre nihilismo y existencialismo en la acepción sartriana. La actitud nihilista manifiesta una cierta verdad: la ambigüedad de la condición humana se hace patente. Pero el error del nihilismo es que define al hombre, no como existencia positiva de una falta o de una ausencia, sino como una falta o una ausencia en el corazón mismo de la existencia, cuando en realidad la existencia no es ausencia como tal. El nihilista lleva razón cuando afirma que el mundo no tiene justificación alguna y que él mismo no es nada, pero olvida que le corresponde a él justificar el mundo y hacerse existencia válidamente. La falta fundamental del nihilista es que, al rechazar todos los valores existentes no encuentra, más allá de su ruina, la importancia de aquel fin universal, absoluto, que es la libertad misma.



La parte final del ensayo de Simone de Beauvoir distingue entre ambigüedad y absurdo; y, en cierto modo, adelanta uno de los nudos que la separarán (a ella y a Sartre) de Albert Camus: ”Declarar que la existencia es absurda es negar que pueda dársela un sentido; en cambio, decir que es ambigua es plantear que su sentido nunca está fijado, que se ha de conquistar incesantemente”. La afirmación del absurdo rechaza toda moral; pero el hombre intenta salvar su existencia, a través del fracaso y del escándalo, precisamente porque su condición es ambigua. Fracaso y éxito son dos aspectos de la realidad que, en principio, no se distinguen. Se puede aceptar que la moral de la ambigüedad es una moral individualista siempre que se entienda por individualismo aquel punto de vista que otorga al individuo un valor absoluto y que sólo reconoce al individuo el poder de fundamentar la propia existencia. Pero eso no quiere decir que se trate de una moral solipsista.



La filosofía moral que Sartre comparte entonces con Simone de Beauvoir hace suya la contradicción, la ambivalencia, la ambigüedad. Es una filosofía moral de la paradoja y paradójica ella misma; brota de la convicción de que la paradoja es precisamente la condición humana. Pero no parece ir más allá de eso. Es un nihilismo que quiere volverse positivo en la acción individual e individualizada, como diciendo “el nudo que no se puede desatar, se corta”. Quizás por ello lo que Sartre no logra terminar en su reflexión filosófica sobre la moral lo explicitaría en su vida de compromiso civil durante los treinta y tantos años que siguieron.



Con su propio activismo permanente Jean-Paul Sartre dio cuerpo a lo que fue una reflexión ética frustrada. De ahí su compromiso con la libertad como escritor, como filósofo, como ciudadano. Siempre a la contra de lo establecido, siempre a favor de las causas sociales nuevas o que creía nuevas. Y siempre dividido, paradójicamente en discusión con los más próximos, entre la justificación del ensuciarse las manos en el compromiso socio-político y la afirmación de la propia libertad de pensamiento. Un anuncio, y de los mejores, de lo que iba a ser su ética en acto lo encontramos ya en las Reflexiones sobre la cuestión judía, publicadas en noviembre de 1946, justo cuando andaba forcejeando en lo que podía ser una ética a la altura de las circunstancias.



El texto sartriano sobre la cuestión judía es un alegato directo contra el antisemitismo, escrito en un momento en que empezaban a divulgarse en Europa los horrores del Holocausto, pero en el que apenas hay referencias concretas a los hechos. Es un ensayo breve, directo, especulativo, con alusiones a la filosofía de la existencia, al estar en situación, sin apenas apoyo historiográfico, pero que no tiene nada de ambiguo. Al contrario: ese texto parece chocar, precisamente, con lo que connota la expresión moral de la ambigüedad. Sartre manifiesta ahí su simpatía por los judíos; y la manifiesta con un lenguaje simple y claro, inequívoco, al servicio del tema, como buscando el puñetazo en el ojo del lector francés que se mece en el olvido: “Ningún francés será libre hasta que los judíos gocen de la plenitud de derechos. Ningún francés estará seguro mientras en Francia, y en el mundo entero, haya un judío que siga temiendo por su vida”.



Recuerdo de Sartre(II)



Seguramente ningún otro filósofo ha representado mejor que Jean-Paul Sartre los anhelos y esperanzas del intelectual europeo del siglo XX comprometido con la causa de la libertad. Él no fue un político profesional ni un politólogo. Tampoco fue, hablando con propiedad, un analista de la política en el sentido en que eso se entiende hoy, aunque en los diez tomos de Situations hay mucho material interesantísimo para el análisis de las ideas políticas en el siglo XX. Más allá de sus equivocaciones en tal o cual situación, de su fracaso político o de sus excesos en tal o cual polémica particular con otros grandes de la época, su pasión por la libertad no fue una pasión inútil. Sartre fue un escritor y filósofo que pasó la mayor parte de su vida dividido entre la ética de las convicciones fuertes (a las que no quería llamar verdades) y la ética de la responsabilidad en la cosa pública, responsabilidad que no consideraba exclusiva de los políticos. Cargó con esa cruz, reflexionó sobre ella, rechazó cireneos (aunque estos, a veces, eran amigos), hizo a los demás mirarse en el espejo en que él se miraba y obligó a algunos de los políticos contemporáneos a cargar con otra cruz: la de los límites morales de la política que se atiene exclusivamente a lo que cree posible aquí y ahora con olvido de los fines.



Apenas ha habido en el mundo acontecimiento político-social importante, entre 1945 y 1980, en el que J.P. Sartre no hiciera oír su voz. Hay filósofos y literatos que sólo intervienen en la cosa pública en las pocas ocasiones en que el gusano de la conciencia les dice que no es posible callar. No fue el caso de Sartre. Él quiso ser el gusano de la conciencia. Compitió con otros en eso. Y rompió con casi todos con los que compitió y con los que había compartido anhelos. La historia misma de Les temps modernes desde 1946 a 1980 es una historia de rupturas: con Aron, con Camus, con Merleau-Ponty, con Lefort; al final, si hemos de creer a Annie Cohen-Solal, incluso con Simone de Beauvoir. No es extraño, pues, que en 1980 Sartre tuviera un entierro multitudinario y que inmediatamente después empezaran a llover las más gruesas piedras sobre su cadáver. Algunas de ellas para negar incluso la evidencia: su pasión por la libertad y su generosidad con la causa de los condenados de la tierra, con los revolucionarios, con los rebeldes, con los disidentes, con los desobedientes y con los perseguidos.



Antes de la segunda guerra mundial el filósofo y escritor no había manifestado un interés particular por la política. Es verdad que intervino frente al antisemitismo rampante, antes y después del Holocausto, pero lo hizo más bien desde el desprecio de la política. La segunda guerra mundial le cambió en esto. Y fue en los años que siguieron, durante la primera guerra fría, cuando, tras el fracaso en la construcción de una ética, Sartre daría concreción a su moral de la ambigüedad. Lo hizo a través de un largo diálogo con el marxismo y con el movimiento comunista. Al hilo de ese diálogo fue perfilando su posición política. Mientras tanto, había perdido en el camino la motivación para escribir una ética. Con los años, lo justificaría así: ”La actitud moral aparece cuando las condiciones técnicas y sociales hacen imposibles las conductas positivas. La moral es son un conjunto de trucos idealistas para ayudarnos a soportar lo que la penuria de recursos y la carencia de técnicas nos imponen”.



En 1945-1946 Sartre había fundado con Merleau-Ponty la revista Les Temps Modernes. No era una revista sólo política, pero en ella iniciaría el filósofo y escritor sus batallas políticas. Al principio el “político” de la revista, por decirlo así, era Merleau-Monty. Él era quien firmaba los editoriales y algunas notas de la redacción a las que Sartre añadió su firma. La primera, y seguramente la más persistente, batalla política que dio Sartre fue en favor de los colonizados y contra los colonizadores, con motivo de la intervención francesa en Indochina. Sartre fue entonces uno de los primeros europeos en exigir la independencia inmediata, y sin contrapartidas, de los pueblos colonizados. Esto se tiene que valorar teniendo en cuenta los titubeos de la izquierda francesa y europea del momento acerca de la cuestión colonial, sobre todo cuando entraban en juego los propios intereses nacionales. Les Temps Modernes fue una revista precursora en este punto.



La segunda batalla de Sartre, ya desde 1946 pero sobre todo con el cambio de década, tuvo repercusiones incluso en la redacción de la revista. Al comenzar la guerra fría afirmaba, también de acuerdo en eso con Merleau Ponty, que, en caso de conflicto, habría que alinearse con la Unión Soviética frente a los Estados Unidos de América. Esto dejó fuera de la redacción a otro de los fundadores de Les Temps Modernes: Raymond Aron. Para Sartre se trataba de una apuesta hecha con la muerte en el alma, pues él estaba por la paz y contra la guerra, pero pensaba, sobre todo a partir de la guerra de Corea, que el principal peligro bélico procedía entonces de los Estados Unidos. Había viajado allí y, ya de vuelta en Francia, se había ido convenciendo de las limitaciones de aquella democracia demediada por el macartismo. Para Sartre lo que existía realmente en EE.UU. era un régimen pre-fascista veteado de racismo.



En 1948 hizo un intento de intervención directa en la vida política francesa: dio vida, con David Rousset, Jean Rous, Gérard Rosenthal y algunos más, a un partido nuevo, el Rassemblement Démocratique Révolutionnaire, que compartía con los marxistas la inspiración revolucionaria pero se alejaba de la orientación clasista del partido comunista y pretendía, además, recuperar las tradiciones del socialismo democrático. En ese contexto, y en polémica también con algunos de los dirigentes del RDR, Sartre se manifestó contra el Pacto Atlántico y a favor de la neutralidad de Europa. El RDR, criticado a la vez por gaullistas, socialistas y comunistas e internamente dividido, naufragó. Fue el primer fracaso político de Jean-Paul Sartre. Presentó la dimisión del RDR durante el otoño de 1949. Por entonces tirios y troyanos denunciaban alternativamente su amoralismo y su individualismo decadente pequeño-burgués. Sartre asumió el fracaso, sacó conclusiones pesimistas sobre la esperanza, calló durante algunos meses pero no se amilanó. Aquella experiencia y esta reflexión pesimista impregnarían su diálogo con el partido comunista en la década de los cincuenta.



Sartre habría querido transplantar el humanismo existencialista al cuerpo proletario del partido comunista, que consideraba inválido. Entre 1950 y 1968 lo intentó varias veces, sin éxito, en un diálogo que oscilaría entre la lealtad a su concepto de proletariado, el tormento que le producía el que su idea de la autoconciencia no coincidiera con la realidad y la náusea que le provocaba el burocratismo disfrazado de teoría.



Empezó declarando que los valores que él defendía eran los mismos que los del comunismo, pero no dejó de poner su firma al lado de la de Merleau-Ponty al denunciar, en 1950, los campos de deportación soviéticos. Al hacer esto, denunciaba al mismo tiempo las dictaduras franquista, salazarista y griega, el macartismo y el imperialismo norteamericano; se negaba a poner en el mismo plano el terror fascista y el comunista. Desde 1952 colaboró abiertamente con el partido comunista francés y se unió a los delegados comunistas en el Congreso Mundial de la Paz que se celebró en Viena. Parecía haber llegado a la conclusión de que podía aceptar la disciplina colectiva sin renunciar a la libertad. Al menos eso es lo que dice Simone de Beauvoir. Es la época de su enfrentamiento con Albert Camus. Y también de sus artículos, en Les Temps modernes, sobre Los comunistas y la paz. Sartre argumentaba aquella opción suya aduciendo escándalos contemporáneos como el asunto Henri Martin, el asesinato legal de los Rosenberg, el papel de los Estados Unidos en la guerra de Corea y el trato que la derecha estaba dando a los comunistas en Francia.



Hasta 1956 Sartre defendió desde Les temps modernes la política del PCF contra los ataques de otros intelectuales (Camus, Lefort, Hervé, el mismo Merleau-Ponty, etc.). En 1954 dio un paso más: aceptó la vicepresidencia de la Asociación Francia-URSS. De todas formas, mientras vivió Stalin, Sartre declaró su aprecio por el comunismo disidente de Tito. Muerto Stalin, viajó a la URSS, dijo haber encontrado allí al hombre nuevo y aplaudió el deshielo, o sea, la desestalinización relativa. Declaró entonces que la libertad de crítica era allí total y hasta se permitió una profecía. Dijo a la prensa que, en seis o diez años, el nivel medio de vida en la URSS sería un 30 o un 40% superior al de Francia. Veinte años después se arrepentiría de eso. Escribió (en Situations X): ”Después de mi primera visita a la URSS en 1954 he mentido. He dicho cosas amables sobre la URSS que no pensaba”.



En su diálogo con las direcciones de los partidos comunistas de la época, Sartre, siendo como era uno de los máximos exponentes del pensamiento francés del momento, estuvo siempre mucho más cerca del PCI que del PCF. Cuestión de talante o de carácter. Pues esta aproximación al PCI no se debe a lo que se llamaba en la época, pensando en él, “el decadentismo burgués atormentado”, sino al aprecio del filósofo por la apertura de miras de Togliatti, que en su análisis de lo que había sido el estalinismo fue mucho más allá del lugar al que habían ido los demás dirigentes de los partidos comunistas. Sartre, que trató a menudo a Togliatti durante sus frecuentes estancias en Italia desde 1946, apreciaba además la actitud del PCI respecto de los intelectuales, su política cultural. A Togliatti dedicaría, en 1964, uno de sus célebres elogios fúnebres.



El diálogo atormentado de Sartre con el comunismo prosiguió en los años siguientes. Viajó a Pekín y se vio con Mao en 1955. Pero inmediatamente después, en 1956-1957, se manifestó contra la represión soviética en Budapest. Esto fue el final del trato cordial con el PCF. Hay que subrayar que, más allá de sus polémicas en el mundo político-intelectual francés, al empezar la década de los sesenta Sartre era apreciado en el mundo sobre todo por su tercermundismo, por sus tomas de posición a favor de la descolonización y de los movimientos de liberación. Y se comprende que esto haya sido así. Pues no todos sabían, en esos años, de las controversias domésticas del filósofo; fuera de Francia, en cambio, casi todos veían en él una especie de contra-embajador universal que combinaba las declaraciones a favor del marxismo y del socialismo con el apoyo a la causa de la liberación. Así en Cuba, adonde viajó en 1960 para apoyar la revolución. De esa visita ha quedado una fotografía célebre, de Korda, en la que se le ve con Guevara. En Brasil, donde estuvo durante tres meses, aquel mismo año, de la mano de Jorge Amado; o en Yugoslavia, donde fue recibido por Tito y alabó la autogestión.



Para muchos de los jóvenes (y no tan jóvenes) rebeldes y revolucionarios de aquellos años Jean-Paul Sartre fue el iniciador de un marxismo renovado, de un marxismo existencial que prestaba atención a la antropología y al papel de la subjetividad en la historia; y fue visto al mismo tiempo como uno de los exponentes principales de lo que pudo haber sido (y entonces parecía que podía llegar a ser) otra política internacional, atenta a la liberación y autodeterminación de los pueblos que se estaban librando del yugo colonial; una política internacional neutralista y de paz, independiente de los intereses de las dos grandes superpotencias del momento. Esta percepción de la actividad de Sartre que los más tenían parecía confirmada por el primer volumen de Critique de la raison dialectique (1960) y por el apoyo que él estaba prestando al Frente Nacional de Liberación en Argelia.



Efectivamente: en la Critique de la raison dialectique, y sobre todo en la parte dedicada a la cuestión de método que la precedía, Sartre había escrito varios ditirambos del marxismo que podían sorprender a los lectores de El ser y la nada e incluso a los lectores de El existencialismo es un humanismo. Decía allí, varias veces, que el marxismo era el horizonte insuperable del saber o de la filosofía la época y que el existencialismo, como ideología, tendría que acabar diluyéndose en un marxismo renovado. Pero también, y para que esa fusión se produjera, rechazaba de la forma más explícita varias de las tesis del marxismo que la mayoría de los marxistas de entonces (y sobre todo de los marxistas franceses) consideraban intocables: el determinismo económico, la dialéctica de la naturaleza, la falta de atención a las totalidades y a las situaciones concretas.



Casi al mismo tiempo en que leían esto, y en que tendían a verlo como el esbozo de otro marxismo, el rebelde o el revolucionario de entonces escuchaban la noticia de la batalla de Sartre a favor del FLN argelino, del Manifiesto de los 121, de su llamada a favor de la insumisión en nombre de la descolonización, del derecho a la resistencia y del derecho a la autodeterminación de los pueblos: “ Déclaration sur le droit à l’insoumission dans la guerre d’Algérie”. O conocían, en septiembre de 1961, su apoyo inequívoco y generoso a Frantz Fanon. Al prologar Los condenados de la tierra, de Fanon, Sartre denunciaba la recurrente práctica a la tortura, la humillación de los colonizados, la “bestialidad” de los colonizadores que rebajaban a “subhombres” a los colonizados. El filósofo hablaba ahí alto y en un lenguaje claro e inequívoco para soltar ese tipo de verdades que el pueblo compara con los puños, verdades de las que duelen a los poderosos y remueven la conciencia de los tibios. Por eso el rebelde o el revolucionario de comienzos de la década de los sesenta pudo escuchar también, en las calles de París, frases que sólo excepcionalmente la reacción dedica a los filósofos comprometidos: “Fusilad a Sartre”, “Encarcelad a Sartre”.



Vale la pena subrayar ahora este aspecto de la actividad de Jean-Paul Sartre, lo que influyó su lucha contra el colonialismo en los jóvenes europeos, latinoamericanos y africanos de entonces y los odios que provocaba en quienes pretendían cambiar formas para que todo siguiera igual, porque con el tiempo, en el largo proceso de la llamada “desmitificación” de Sartre, que se inició ya poco después de su muerte, y que tiene mucho que ver con el neoliberalismo y con el neocolonialismo, esto que digo aquí es algo que suele quedar en muy en segundo plano para poner los acentos sobre todo en sus silencios, en lo que no dijo sobre el socialismo que se llamaba a sí mismo “real”, o en las clamorosas polémicas filosófico-políticas con otros intelectuales de la época.

Cierto: Sartre vinculaba entonces la autodeterminación de los pueblos que habían estado sometidos al yugo colonial con el movimiento hacia el socialismo. “Socialismo” era entonces una palabra en boca de muchos. Así que también en esto hay que precisar. El socialismo era, para él, ante todo, el movimiento de los hombres hacia su liberación, afirmación individual y colectiva de la libertad del hombre frente a un mundo de explotación y alineación. A pesar de sus elogios anteriores a la Unión Soviética y a Yugoslavia, en la década de los sesenta Sartre no creía que, hablando con propiedad, el socialismo existiera en parte alguna. Más bien creía que, en ese camino, había países más adelantados que otros, en la medida en que habían socializado sus medios de producción. Según Sartre, el socialismo sólo puede existir en condiciones de abundancia. Pensaba que igualdad y libertad son, en el fondo, la misma cosa. Pero no creía, en cambio, que el socialismo fuera a ser el fin de la historia de la humanidad, ni un Edén, ni que hubiera de conllevar la felicidad para el hombre. Veía el socialismo como un proceso indefinido, como la condición de posibilidad para que el ser humano pudiera llegar a plantearse, sin disfraces ideológicos, no sólo los verdaderos problemas económicos y sociales sino también los auténticos problemas filosóficos y metafísicos



Todo eso, pero también la pasión polémica con que lo exponía, y el individualismo irreductible de su estar ahí, entre los abajo firmantes de manifiestos a favor de tantas y tantas causas distintas, hicieron imposible, a pesar de los cuatro años de colaboración, su entrada en el PCF. Sartre quedó a la puerta, llamando, invitando a un diálogo para el que nunca halló el tono apropiado ni los interlocutores propicios, al menos en Francia. Mientras en Francia se peleaba con Kanapa, con Garaudy o (más aducadamente) con Althusser, los comunistas italianos del Instituto Gramsci de Roma le invitaban a hablar en un congreso sobre moral y sociedad. Tal vez porque algunas de las cosas que Sartre había escrito en el primer volumen de la Critique de la raison dialectique estaban más cerca de Gramsci (por su visión de la historia y por su reivindicación del papel de la subjetividad en ella) que de las orientaciones entonces dominantes en el PCF.



Pero tampoco se dejó querer por la otra parte, ni siquiera después de que la declaración solemne de De Gaulle –“No se encarcela Voltaire!”– le elevara a las alturas del Parnaso. En 1965 rechazó el premio Nobel de literatura para afirmar así la absoluta independencia de su compromiso. Por entonces, en una conversación que mantuvo con Jorge Semprún, en Cuadernos del Ruedo Ibérico, se explayó acerca de las razones que él llamaba subjetivas y objetivas de este rechazo. Manifestó, por una parte, que el premio Nobel de literatura era una especie de ministerio de la cultura occidental, ignorante o despreciador de las otras culturas; y, por otra, que con aquella concesión, en las circunstancias de entonces y aún salvando la buena intención de quienes le propusieron, se pretendía instrumentalizar políticamente su compromiso. En la conversación con Semprún todavía añadía que si el premio le hubiera sido concedido en los días de la lucha por la independencia de Argelia, cuando la derecha política exigía su cabeza o pretendía mandarle a la cárcel, lo habría aceptado.



Sartre fue luego uno de los principales promotores del Tribunal Russell contra los crímenes de guerra en Vietnam. Coincidió ahí con otro de los grandes librepensadores europeos. Quiso, además, hacer de mediador en el conflicto palestino-israelí y viajó a El Cairo, Gaza y Tel-Aviv en 1967. Él, que había escrito sobre la cuestión judía y que había criticado con acritud la persistencia del antisemitismo, tuvo que hacer frente a preguntas delicadas durante el viaje. Probablemente, al contestar a esas preguntas delicadas sobre el conflicto palestino-israelí, es la única vez en que Jean-Paul Sartre se ha mostrado diplomático. En cambio, en la denuncia de los crímenes de guerra norteamericanos en Vietnam fue muy taxativo. Con el Tribunal Russell contribuyó decisivamente a que la opinión pública mundial conociera lo que de verdad estaba pasando en Vietnam. Para muchos eso ha sido el principal antecedente de lo que querrían que fuera un tribunal penal internacional contra los crímenes de guerra.



Aunque en 1968 Sartre estaba casi enteramente dedicado al estudio de Flaubert y aunque los acontecimientos de mayo le cogieron por sorpresa, como a tantos otros intelectuales, colaboró con los estudiantes rebeldes y salió a la calle con ellos durante las manifestaciones de aquellas semanas. A pesar de eso y de los dardos envenenados que seguía lanzándole la derecha política francesa, el cambio generacional y de talante era ya evidente y Sartre, con sesenta y tres años, y considerado por muchos como una institución más, fue criticado por la mayoría de las tendencias que componían entonces el movimiento estudiantil, desde los situacionistas hasta los maoístas pasando por los enragées. Luego diría: “No entendí lo que estaba pasando en mayo. Sólo empecé a entender después, cuando establecí relaciones estrechas con algunos de los estudiantes”. Con la misma pasión denunció la invasión de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia aquel mismo verano.



Se puede decir que 1968 significó para Sartre la ruptura definitiva con el partido comunista francés. Después de la derrota, se alineó con la extrema izquierda maoísta, en un momento en que ésta estaba siendo criminalizada. Para apoyar a los perseguidos, entre ellos Geismar, uno de los dirigentes estudiantiles del 68, asumió la dirección de La Cause du peuple, periódico maoísta vinculado a la Gauche proletarienne. En 1970, aparcó su trabajo sobre Flaubert para apoyar La cause. En aquellos meses se pudo ver al viejo filósofo voceando el periódico maoísta por las calles de París. En cierto modo ahí hace su aparición otro Sartre, un Sartre que se empeña en comprender a los más jóvenes y que empieza a alejarse de los viejos amigos. Comentando esa situación escribió: ”La dirección de La Cause du peuple me ha radicalizado. Ahora me considero disponible para todas las tareas políticamente justas que se me pidan. No he aceptado la dirección de La Cause du peuple como un liberal que quiere curarse en salud defendiendo la libertad de prensa, sino como un acto que me compromete con personas a las que quiero mucho aunque no comparta todas sus ideas”.



Ciertamente en esos años Sartre no se consideraba maoísta ni aprobaba todas las actuaciones de la Gauche proletarienne, a pesar de lo cual se ofreció como escudo: declaró solemnemente que se solidarizaba con todos los artículos publicados en La Cause du peuple. No es una anécdota en la vida del hombre. A esta causa, y mientras publicaba los primeros volúmenes de L´idiot de la famille (1971-1972), dedicó dos años y pico. Quienes le conocían de cerca, extrañados, tendían a pensar que el filósofo y escritor había reencontrado la panda de la adolescencia. Sartre no tuvo hijos: solo una hija de adopción. En esos años luchó contra el juicio a Geismar, alentó a los obreros de Renault-Billancourt, se manifestó contra la situación existente en las cárceles, apoyó huelgas salvajes y contribuyó a crear la agencia de prensa Liberation, que pronto daría origen al periódico del mismo nombre.



En una de las últimas imágenes que han quedado de sus intervenciones públicas se ve a Sartre envejecido, plantado, protestando, dando testimonio, a unos metros de los muros de la prisión de Stammheim, cerca de Stuttgart, donde entonces estaba encarcelado Andreas Baader, miembro de la Fracción del Ejercito Rojo, acusado de terrorismo. Era el 4 de diciembre de 1974. El filósofo, ciego ya, fue allí para protestar contra la forma que estaba tomando la represión estatal en Alemania y contra el silencio de los más. En la cárcel de Stammheim, Sartre tuvo una entrevista de casi media hora con Baader, al parecer durísima. En el transcurso de la misma, Baader le reprochó el que hubiera criticado públicamente los métodos violentos de la Fracción del Ejercito Rojo. Pero Sartre aún hizo gestiones con Böll para un llamamiento contra el trato a los detenidos en las cárceles. Para algunos aquella foto de Stammheim es la imagen patética de un mundo que se acaba. Para otros, como Manuel Sacristán aquí, el ejemplo definitivo de la nobleza moral de Jean-Paul Sartre, ya en su vejez y en su soledad.



Muy disminuido ya, ciego y envejecido, Jean-Paul Sartre todavía siguió trabajando y dando testimonio en los últimos cuatro años de su vida, casi siempre acompañado por el que fue su último secretario, Pierre Victor, pseudónimo de Benny Lévi, al que había conocido, a través de Geismar, en La Cause du peuple. En 1974 viajó a Atenas para apoyar con su voz y su persona a la democracia que estaba saliendo de la dictadura militar; y en abril de 1975 fue a Portugal, para saludar la revolución de los claveles. Aún tuvo tiempo para protestar, en 1979, por el caso Sajarov en la Unión Soviética y para estar, ese mismo año, en una tentativa de diálogo, en París, entre intelectuales palestinos e israelíes. Ya no era la leyenda que fue: en sus memorias, Edward Said ha dejado un testimonio sombrío y decepcionado sobre la participación de Sartre en aquella reunión de marzo de 1979, en casa de Michel Foucault.



Sartre se despidió del mundo dejando un testamento intelectual cuya autoría hizo correr ríos de tinta: por el momento en que apareció (mientras el filósofo se moría), por el disgusto que el texto le produjo a Simone de Beauvoir y por las varias tentativas de la redacción de Les temps modernes para que no se publicase. Annie Cohen-Solal ha mostrado, en su excelente biografía de Sartre, que éste intervino personalmente para que la conversación con Lévy viera la luz, sabiendo el disgusto de Simone de Beauvoir y conociendo la oposición de la redacción de su revista. Se trata, en suma, de una larga conversación con Benny Lévi que apareció en tres números seguidos de Le Nouvel Observateur, en marzo de 1980 (Sartre murió en abril) con el título de L´espoir maintenant.



En esta conversación Sartre pasa revista a lo que fue su vida como filósofo y como hombre. Para entonces, en 1980, el mundo había cambiado tanto, de la mano de Thatcher y de Reagan, que entre los intelectuales el compromiso a favor de la liberación de los de abajo había empezado a ser sustituido por la defensa integral de la libertad de mercado. En esas circunstancias vuelve Sartre a los lugares del fracaso para dejar un mensaje final de esperanza: esperanza de los desesperanzados. Parece escuchase ahí el eco de Hölderlin, de Bloch y de Benjamin, tal propiciado por el judaísmo de Benny Levi. Desde aquel final, Sartre reconstruye y reinterpreta lo que fue sido su vida. El filósofo de la angustia, de la náusea y del absurdo acaba diciendo, paradójicamente, que desde 1945 él siempre había tenido esperanza: “Jamás he estado desesperado; nunca he visto la desesperación como una cualidad que tuviera que ver conmigo”. Sartre vuelve ahí a la paradoja: “La desesperación no es lo contrario de la esperanza”. Peter Weis, que había llevado al teatro a Hölderlin, donde agudamente le hizo dialogar con el joven Marx, aplaudió el oxímoron.



Y seguramente tenía razón: lo que Sartre dice en 1980 no se deduce de su filosofía, pero se sigue de su práctica, de lo que fue su manera de estar en el mundo. Hay un personaje al que Shakespeare hace decir en escena: “Empiezo ahora una larga lucha contra mí mismo”. En cierto modo Jean-Paul Sartre es la representación viviente de ese personaje (y de otros que él mismo creó literariamente). Lo confirma lo que había escrito ya en Les Mots: ”He llegado a pensar sistemáticamente contra mí mismo hasta el punto de medir la evidencia de una idea por el displacer que me causaba”. De gentes así, tan de otra época pero tan de la nuestra, se puede decir, incluso ahora: por sus contradicciones los reconoceréis.

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